El síndrome de los tres monos

¿Venezuela? Me preguntaron una vez. Entonces yo respondí que Venezuela está enferma. Tiene el síndrome de los Tres Monos.

Generalmente, el monumento japonés de los tres monos que tapan sus ojos, oídos y boca suele interpretarse como la sabia y prudente elección de no ver, no oír y no hablar el mal. Pero esta escultura evoca complejas y diversas opiniones, una de ellas la que quizá describiría con total asertividad la realidad del venezolano: no mira ni escucha la injusticia; es indiferente ante ella y no la denuncia. No atiende a consejos, como cuando Arturo Uslar Pietri insistiría tantas veces en sembrar el petróleo y cosechar las riquezas venideras; se hace el ciego ante la necesidad del otro que también siente y padece la crisis económica, política y social en la que se encuentra sumergido el país; ante la violación de los derechos humanos, ante la inmoralidad de aquellos que rigen las normas de la ética. Se calla cuando la corrupción obra a su favor, cuando se beneficia de la desgracia del otro, cuando se aprovecha de la necesidad del hermano.

¡Cuánto no aclamamos la belleza de nuestro país! Sus paisajes, sus platillos tradicionales, su clima tropical, su gente jovial. Pero eso no es Venezuela, eso es lo que tiene Venezuela. Lo que esta nación es, es lo que hemos hecho con ella. Una tierra que daba frutos que devoramos sin mirar más allá de nuestras narices, para luego encontrarnos con que ya no queda nada más que comer, que sembrar, que cosechar. Pero no es culpa de esta generación, ni de la anterior. No se trata de la cuarta o la quinta república, sino de Venezuela desde la independencia y hasta mucho antes. Es nuestra historia la que nos ha hecho como somos.

Doscientos años han pasado desde las guerras de independencia, las icónicas batallas y los próceres que hoy se pintan como héroes. Doscientos años, y Venezuela no ha avanzado. No hemos aprendido a ver la histórica como lo que es: una secuencia de eventos pasados que relatados permiten prevenir el futuro. El venezolano aún no ha aprendido a admirar la historia de nuestro país desde su lugar; el pasado. Los líderes de entonces, aguerrillados, dictatoriales, apelativos a las emociones fuertes, siguen siendo los que se eligen en la actualidad. Generación tras generación se sigue optando por aquella figura de autoridad que parezca ser la que nos salvará de nuestros problemas, en lugar de la que realmente esté preparada para hacerlo. Y esto ocurre por un motivo claro y conciso: no estamos listos para el desarrollo.

Las teorías de comunicación del siglo XIX se refieren al público como una masa inerte que recibe información y responde en función de esta. Hoy día esto ha quedado atrás como una teoría obsoleta puesto que la audiencia es interactiva y audaz. Pero en el caso de la población venezolana, el término “masa” resulta bastante asertivo cuando de política, sociedad y desarrollo se trata. No hemos aprendido a pensar a futuro, a proyectar posibilidades, a visualizar el porvenir; más bien estamos acostumbrados a que otros decidan y actúen por nosotros. Somos adaptativos, como la masa al molde, porque “como va viniendo, vamos viendo.”

Es más fácil creer que la culpa de todos los males y las soluciones recaen en la persona que dirige el país, que si bien es en gran medida su responsabilidad, no se puede dejar de lado que el primer fallo fue colocar allí en primer lugar a quien no tiene las cualidades, capacidades ni conocimientos para ostentar el título de presidente. A fin de cuentas, el dirigente de un país es un servidor público, lo que un conserje a un edificio; administra los servicios, se encarga de las necesidades de los residentes y de limpiar el desastre. Y no se le deja a cualquiera entrar a tu edificio, conocer a tu familia y cuidar tus bienes, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no hemos sido capaces, en gran parte de nuestra historia, de elegir a los conserjes que realmente sepan limpiar y no a los que dormiten en los pasillos con escoba en mano?

Venezuela arraiga sobre sí misma una cultura mesiánica y presidencialista; espera a un todopoderoso, un salvador que con llegar al trono, resuelva cualquier problemática al instante. Un omnipotente benevolente, un mesías que multiplique los panes, elimine las colas y convierta el agua en petróleo. Pero lo que tiene el venezolano, finalmente, no es más que sus manos que en lugar de trabajar solo sirven para elegir al incapaz, señalarlo como culpable y finalmente, tapar sus ojos, sus oídos y sus bocas.

Si me preguntan por Venezuela, Venezuela está enferma.

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Acerca de Ruth Toro 11 Articles
Comunicadora social mención periodismo impreso especialista en redacción de contenido, artículos de opinión y escritura creativa. Bilingüe. Fotógrafa y locutora amateur. Intérprete en Lengua de Señas Venezolana. Apasionada por el doblaje de voz, la animación y la oratoria.

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