¿Quieres jugar?

¿Quieres jugar?

No es bueno que trates mal a tus juguetes ¿Sabes? Ellos también te pueden tratar mal a ti.

Pero, si conoces a alguien que lo hace, no lo veas hacerlo. La curiosidad puede matar.

Y no me refiero a gatos.

Hace poco fui a una fiesta a la que fui invitada. Era el cumpleaños de mi vecino, Miguel. Estaba cumpliendo nueve años, yo solo tengo seis aun. Siempre trato de jugar con él, pero no quiere compartir sus juguetes conmigo, dice que las niñas tontas no deben jugar; sólo llorar, así que me empuja para que lo haga y luego corre riéndose. Entonces me levanto corriendo y voy con mamá. A mí me duele mucho a veces, yo solo quiero ser su amiga pero no me deja.

A él le regalan muchos juguetes; carritos, figuras de acción y bloques para construir. A mí solo me dan peluches y muchas muñecas de esas rubias de labios pintados y ojos azules. Dicen que se parecen a mí, pero yo no lo creo. No me gusta maquillarme, y además yo uso dos coletas. A mí no me gustan esos juguetes, porque no me divierten, me gusta más construir, pero me dicen que las niñas lindas solo sonríen y juegan con muñecas, así que eso hago siempre.

En el cumpleaños de Miguel, le regalaron muchos juguetes distintos a los de siempre; figuras de acción más grandes que las que tenía, dinosaurios, robots, y muchas cosas que mamá dice que son peligrosas para mí. Pero él ya es un niño grande. Yo lo vi jugando con sus regalos, sin embargo, era muy brusco. Los lanzaba al suelo, los golpeaba, les quitaba las cabezas, y cosas así. Sus papás se entristecían, pero no hacían ni decían nada. Otra vez quise jugar con él, mas de nuevo no me dejó, me amenazó con su dinosaurio nuevo. Yo me asusté mucho y me alejé.

Una noche no podía dormir. Estaba muy oscuro, y mi lamparita de hadas no encendía, pero no quise llamar a papá porque seguro estaba dormido, igual que mamá. Sin embargo estaba muy asustada, la luz de la luna que se veía por la ventana me asustaba más, era tenebrosa, así que decidí intentar dormir con las cortinas corridas, para no ver ese resplandor. Pero cuando me levanté, no pude evitar mirar hacia la ventana de Miguel. La luz que se veía encendida era roja, y eso me estremeció. Seguí mirando, y vi la silueta del dinosaurio con el que Miguel me había asustado días atrás, pero era mucho más grande que antes. El dinosaurio se agachó poco a poco, tomó algo y luego se volvió a levantar. Lo que había tomado entre sus garras, era a un niño. Y yo conozco a ese niño. Estaba cada vez más aterrada, pero no podía dejar de mirar.

El «juguete» lo zarandeaba, una y otra vez, mientras Miguel gritaba de dolor. Lo tomó por los cabellos, tal como el chico hizo antes con sus juguetes, y lo lanzó al suelo. Mis ojos se agrandaron de la sorpresa, mi respiración se cortó, y me llevé ambas manos a la boca. Algo salpicó. Ahora las cortinas que eran lo único que separaba la escena de mí, además de la distancia, estaba manchada de algún líquido. Los gritos cesaron.

La cortina se corrió, mostrando solo oscuridad, pero no sé ni cuantos pares de ojos brillantes me miraban fijamente. Eran los juguetes de Miguel. Me quedé estática en mi lugar. Mis piernas temblaban, yo sudaba, pero no parpadeaba, apenas aspiraba aire entrecortadamente. Segundos después, las pupilas brillantes desaparecieron. Yo seguía intranquila, con el corazón acelerado. Escuché un susurro lejano, pero que sentí como si me lo hubiesen dicho al oído.

«¿Quieres jugar?»

Me giré. No había nada.

Volví a ver la casa de mi vecino.

Un solo par brillante, de grandes ojos rojos.

¿Dinosaurio?

Esa masa negra, de largas y afiladas garras manchadas de carmesí, con aquella macabra sonrisa y dientes afilados y semi-rotos, no era un dinosaurio. Aquella sombra humeante, que pasaba de estado sólido a gaseoso de un momento a otro, no era ningún juguete.

Esto no es un juego.

Fue sólo un sueño, una pesadilla. Eso era lo que me repetía a mí misma, una y otra vez, desde hacía tres años. A cada rato soñaba con ello, con ese suceso. No sucedió. Trataba de convencerme, de tranquilizarme. Me estaba volviendo loca, no dormía bien, no comía bien, nunca más hable con nadie, y no volví a jugar con mis muñecas. Nunca les dije a papá y a mamá de esto, pero lo cierto es que están preocupados por mí. Mis ojos estaban ensombrecidos y con ojeras debajo, y mi cabello rubio, ahora no tenía siquiera brillo.

Pero hoy era mi cumpleaños número nueve, tengo que pasarla bien.

-Mamá, ¿Vendrá Miguel?- Me miró extrañada. Es cierto. Nadie nunca más supo nada de él. Es más, nadie le recuerda, ni sus padres, y todos piensan que es mi amigo imaginario. Sí, claro. Sobretodo amigo. -Lo siento, sé que no. Mejor así.

Sonó el timbre. Seguro es la abuela que ya llegó.

No. Era una ¿Persona? Encapuchada. Traía una caja con un moño azul y una nota.

-…Gracias…- Apenas susurré, sin prestarle demasiada atención.

La tomé. Y cuando lo hice, me fijé en las manos de la persona.

No eran manos.

Eran garras. Y estaban manchadas de sangre. Seguían manchadas de sangre.

Comencé a temblar y a sudar frío. Entré veloz y cerré la puerta. Me recosté de ella.

Decidí leer la nota.

«Para: Sarah

De: Miguel»

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Esto no puede ser.

La abrí. Un muñeco igual a él, a aquél niño se hallaba dentro, sonriente.

Con manchas rojas por todo su cuerpo, con la ropa rota y moretones.

Lo tomé temblorosa. Mis ojos se aguaron, tenía miedo, mucho miedo. Me dejé caer hasta el suelo.

Pero había algo más escrito al fondo de la caja.

«¿Quieres jugar?»

Los ojos de aquél muñeco brillaron.

Como aquella vez.

 

-Mamá… No me gusta esa muñeca- No reconocí la voz de esa niña, nunca la había oído antes.

-No rechaces el regalo de Luis, sé educada- Una voz de una mujer mayor, supuse que era su madre. Pero por algún motivo, todo se escuchaba lejos.

Abrí los ojos.

Me sorprendí del enorme tamaño de las personas. La chica de largo cabello rojo cruzó los brazos con molestia. Su madre se volteó y siguió inflando un globo. La niña se acercó cada vez más a mí. Mi instinto me decía que me alejara, pero no me podía mover. Mi cuerpo no respondía. Acercó su mano, y me tomó entre sus manos.

-Cumplo 9 años, y todo lo que recibo es esta tonta y fea muñeca-Me miró con rabia. ¿Acaso se estaba refiriendo a mí?

¿Yo era una muñeca?

Y el espejo tras la enorme cabeza de la niña me lo confirmó. La sonrisa cosida que nunca podría borrar, el cabello sintético, la ropa pegada al cuerpo. Era yo. Pero no era mi cuerpo.

-Tch-Se quejó, y acto seguido, me lanzó contra el suelo.-¡Tonta, tonta muñeca! ¡Eres fea!-Gritó.

¿Tonta? ¿Fea?

Esa niña… No sabe cuidar sus juguetes.

Quizás debería enseñarle…

Y ella aprenderá.

Por las buenas… O por las malas.

-¿Quieres jugar?…-

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Acerca de Ruth Toro 11 Articles
Comunicadora social mención periodismo impreso especialista en redacción de contenido, artículos de opinión y escritura creativa. Bilingüe. Fotógrafa y locutora amateur. Intérprete en Lengua de Señas Venezolana. Apasionada por el doblaje de voz, la animación y la oratoria.

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