Estamos metidos en un círculo de violencia del cual debemos salir cuanto antes si no queremos verlo escalar nuevamente, incluso hasta dimensiones catastróficas e irreversibles para toda la sociedad.
El caso de los drones, cualquiera sea su grado de veracidad, es un capítulo más. Una consecuencia de la violencia acumulada y, a la vez, una causa de más violencia y represión.
Con una guerra interna todos los venezolanos perdemos. Sin embargo, el peligro de una escalada de violencia política entre compatriotas es real y puede llevarnos a décadas de muerte, dolor y destrucción con regueros de sangre en cada centímetro del suelo patrio.
Las soluciones violentas no son tales soluciones, pues dejan abiertas dolorosas heridas y una inevitable sed de venganza que en algún momento aflora para cobrar con creces las facturas pendientes.
La inmensa mayoría del pueblo venezolano está harta de la violencia hamponil, esa que a cada instante arrebata una vida, alguna pertenencia o cuando menos la tranquilidad a alguna familia. Está harta de la violencia de quienes, en vez de garantizar la seguridad ciudadana y el orden público, atropellan en las barriadas a jóvenes y adultos, reprimen el ejercicio de las libertades individuales y colectivas, con doloroso y sangriento saldo de graves violaciones a los derechos humanos, incluido el derecho a la vida. Está hastiada de la violencia que de cuando en cuando desatan e imponen a las comunidades los colectivos armados u otros grupos extremistas de diverso signo político. Está hastiada de la violencia institucional, de la violencia callejera, de la violencia mediática, de la violencia digital y de la violencia verbal, esta última capaz hasta de hacer más daño que una bala o un misil.
La gran mayoría de los venezolanos, tal vez en proporción de 80 a 20, desea un cambio de gobierno o, cuando menos, un cambio sustantivo en las políticas públicas que mantienen al grueso de la sociedad en condición de pobreza y en camino a la pobreza extrema.
Hasta ahora, la promoción de la abstención, de soluciones mágicas o de acciones de fuerza para producir un cambio político en el país, lo que ha redundado es en una mayor cohesión y fortalecimiento del régimen y en nuevas y mayores frustraciones para un pueblo ávido de cambios, pero a la vez ávido de paz y de sosiego.
El real o presunto atentado contra el presidente Nicolás Maduro el sábado 4 de agosto nos convoca a tratar de impedir por todos los medios que la espiral de violencia en la que nos encontramos se eleve a estadios superiores y termine por arrasar lo muy escaso que nos queda de paz.
Pero es menester tomar conciencia de que la crisis humanitaria por la que atraviesa la ciudadanía no ha de mejorar si, encima, le añadimos un agravamiento de la violencia política y social. Lejos de acercarnos a un mejoramiento de las precarias condiciones en que vive la mayoría de las familias, habremos más bien contribuido a profundizarlas. Habrá todavía más recursos para la guerra y la represión, para el aniquilamiento y la destrucción, y cada vez menos producción, menos alimentos y medicinas, menos servicios públicos, menos empleo, menos centros de estudio, menos libertades y menos esperanzas de superación, de progreso y de bienestar.
Estamos a tiempo de frenar a quienes, desde el gobierno y desde grupos extremistas de oposición, quieren conducirnos a ese barranco. Los violentos de ambos pelajes se dan la mano en el despropósito de empujarnos al precipicio.
El gobierno tiene la primerísima responsabilidad de abrir cauce a soluciones urgentes a la calamitosa crisis que en todos los órdenes padece la sociedad venezolana y que es un perfecto caldo de cultivo para los guerreristas.
Maduro tiene que avenirse a una seria negociación política que abra paso a una salida pacífica, democrática, constitucional y electoral. Un entendimiento que restablezca la institucionalidad plasmada en la Constitución, que facilite acciones urgentes para atender la crisis alimentaria y de salud, que garantice condiciones favorables a la recuperación y expansión del aparato productivo nacional y a la vez asegure la convivencia pacífica entre los venezolanos.
Mientras eso no ocurra, seguirán agravándose las condiciones de vida y de trabajo de los venezolanos, se multiplicarán las totalmente justificadas protestas pacíficas y demandas de reivindicación social, a la vez que se acrecentará el número de compatriotas que caminan en masa hacia otros países.
Defender la paz y la convivencia entre los venezolanos puede parecerle cursi o comeflor a quienes probablemente están a salvo de la violencia, bien porque estén fuera del país o porque jamás expondrían su propio pellejo o el de sus hijos en una guerra a la que convocan irresponsablemente a los demás.
¡Ya basta! ¡No más violencia!
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