Ni uno menos

Sentí cómo se me desvanecía la vida

Estaba allí de pie, frente a ellos

Pedíamos paz, suplicábamos justicia.

Exigíamos derechos, recordábamos deberes.

Me acerqué, porque quería que me escucharan, no que me oyeran.

Me acerqué, y sólo nos separaba una baranda, una reja, un elemento físico.

Pero en realidad nos separaba un abismo.

Nos separaban ideas, principios, valores.

Nos separaban lealtades;

Él, leal al odio, a la violencia, al hombre corrupto, al miedo, a la muerte.

Yo, a mi país.

Nos separaban los corazones, las almas, aunque la sangre fuese de la misma tierra.

Transitábamos las mismas calles, teníamos las mismas tradiciones, ambos aplaudíamos a La Vinotinto, ambos tenemos al mismo tío Simón, ambos sonamos a arpa, cuatro y maraca.

Pero a él nada de eso le importó.

No, no había solo una verja entre nosotros.

De pronto, había algo más.

Una bala.

Y eso fue lo que nos acercó.

Porque si no fuimos hermanos de una misma tierra, ahora teníamos un vínculo que nadie podría borrar nunca de la historia; ni de la suya, ni de la mía.

Ahora, él era mi asesino, y yo su víctima.

De pronto, entendía lo rápido que pasa la vida

Y lo lento que es que sucedan las cosas

Allí, mientras se me iban las fuerzas, comprendí que el tiempo no se puede medir.

Que los llamamos segundos, minutos, horas. Pero que el tiempo tiene intensidad, no estratos.

Al principio no me lo creí;

Quizá podía salvarme, ¡aún estaba de pie, frente a ellos!

Sólo nos separaba una baranda. Una bala. Y mi sangre.

Estaba frente a ellos, y sin embargo, yo me encontraba ya lejos.

Nos llaman terroristas, pero el terror de transitar estas calles violentas, inseguras y corruptas todos los días, es lo que nos lleva a la calle.

Nos llaman terroristas, pero ellos no son los jóvenes que han sentido desvanecer sus vidas, que han visto sus sueños escapar incluso antes de morir, con el simple hecho de vivir en un país sin oportunidades.

Nos llaman terroristas, pero ellos nunca podrán describir el terror que se siente saber que en un momento intenso en el tiempo, muy lento, pero también demasiado rápido, tu vida se derrame por la bala de un hermano venezolano.

Apreté mi estómago con las manos, caminé unos pasos.

No sé cómo se me veía el rostro, pero mi corazón latía desesperado, por eso mismo, porque quería seguir latiendo.

Tal vez yo no sea uno más, pensé.

Pero lo soy; siempre lo fui.

Uno más que se sumó a los que exigían dignidad, respeto, libertad, justicia, paz, vida.

Uno más que se alzó ante la bota de la corrupción.

Uno más que tomó las calles y las hizo suyas, como suyo es el país.

Uno más que no murió, sino que entregó, dispuesto, la vida.

Para ellos, soy uno menos.

Para Venezuela, soy uno más.

 

Sentí como se me desvanecía la vida.

Y ni siquiera era mi vida; la que alguien, sin derecho, tomó entre sus manos.

Entre sus sangrientas, sucias, manchadas e impunes manos.

Sentí como se me desvanecía la vida, y ni siquiera estaba allí.

No lo vi morir; no allí, en directo, presencial.

No fui testigo, aunque lo soy ahora.

No lo sostuve entre mis brazos, llorando por lo cruel, lo injusto, lo incorrecto, lo inhumano.

No estaba allí, apretando los dientes para no dejar salir la rabia y la impotencia que dominaba mi ser, porque lo más importante era él, su vida que le arrebataron, que se escurría entre los segundos del reloj.

No fui yo quien lo cargó en su moto, ni quien intentó salvar su vida, para que no fuese uno menos, sino uno más.

No combatí a su lado, sabiendo que entregaba la vida desde la decisión valiente de salir a la calle.

No fui yo quien murió. Pero sentí como se me desvanecía la vida.

Como un espectador, tras la pantalla. Así fue para mí.

Se me contrajo el estómago, se me oprimió el pecho. Clavando mis dientes sobre mi labio inferior, lloré. Lloré mucho. Lloré con rabia, con dolor, pero con muchísima rabia.

Como un espectador.

Pero sentí como se me desvanecía la vida.

Se me desvanecía la mía, en impotencia, en frustración, en la cantidad de motivos que yo también tengo para salir a exigir, a manifestar, a cambiar mi país, aunque no lo haga. Se me desvanecía en tristeza, en angustia, en pesar. En desmotivación, en hambre, en cansancio. En desilusión, en agonía, en rabia, en ira.

Se me desvanecía la suya, cuando recibió el disparo.

Cuando su incredulidad se evidenciaba en sus pasos temblorosos; la esperanza de que pudiera salvarse estaba sembrada en mí como lo estuvo en él cuando pidió auxilio con el rostro contraído por la desesperación y el dolor; suplicante. Pero ambos sabíamos que no sería así.

Porque ambos sentimos como se nos desvanecía la ida.

Y con ese disparo, se nos desvanecía también el país.

Los sueños se drenaban uno por uno, gota por gota, en un torrente rojo que brotaba sin parar, manchando sus dedos; los de él, el valiente luchador, y los de él, el cobarde asesino.

El dolor de un país roto tan abrumador como la bala cuando atraviesa sin piedad la carne. Pero la bala no mata; la persona lo hace, como las personas que día tras día y sin parar, asesinan a una tierra rica y buena para convertirla en una nación desolada.

El futuro nos tembló; a él en las piernas, cuando cayó para no volverse a poner de pie. A mí, cuando me di cuenta que los sueños se nos escurren entre los dedos, la vida se nos desvanece y a Venezuela, a nuestra Venezuela nos la arrancan, como nos arrebataron a uno más.

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Acerca de Ruth Toro 11 Articles
Comunicadora social mención periodismo impreso especialista en redacción de contenido, artículos de opinión y escritura creativa. Bilingüe. Fotógrafa y locutora amateur. Intérprete en Lengua de Señas Venezolana. Apasionada por el doblaje de voz, la animación y la oratoria.

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