Voy a comenzar este texto con una cita extraída del libro La trama de la vida de Fritjof Capra (Anagrama, 1999):
El paradigma (que) ha dominado nuestra cultura a lo largo de varios centenares de años, durante los que ha conformado nuestra sociedad occidental e influenciado considerablemente el resto del mundo (…) consiste en una enquistada serie de ideas y valores, entre los que podemos citar la visión del universo como un sistema mecánico compuesto de piezas, la del cuerpo humano como una máquina, la de la vida en sociedad como una lucha competitiva por la existencia, la creencia en el progreso material ilimitado a través del crecimiento económico y tecnológico y, no menos importante, la convicción de que una sociedad en la que la mujer está por doquier sometida al hombre, no hace sino seguir las leyes naturales.
Quizás ésta es una de las creencias que más daño nos ha hecho: la idea de que somos una especie competitiva. Tenemos que competir con (o más bien contra) los demás seres vivos por la comida; contra nuestros semejantes por el espacio, la pareja, los puestos de trabajo de mayor prestigio e ingreso; las empresas compiten entre ellas por el mercado; los países compiten entre ellos por los recursos; los equipos de futbol compiten por el campeonato; los atletas por la medalla de oro, qué sé yo. En algunos casos competir no es nocivo, es parte del espectáculo; en otros casos, sigue siendo un espectáculo, pero cruel, que sólo puede disfrutar el que depreda al otro.
La idea es una extensión o generalización de las tesis de Darwin y de Spencer de la supervivencia del más fuerte o el más apto (aunque se dice también que la interpretación correcta sería el más adaptado). Palabras más, palabras menos, esto fue lo que dijeron los señores:
Esta supervivencia del más apto, que aquí busco expresar en términos mecánicos, es la que el Sr. Darwin ha llamado selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la supervivencia.
He dicho que este principio, por el cual hay una pequeña variación, si es útil, se conserva, por el término selección natural, con el fin de señalar su relación con el poder de selección del hombre. Pero la expresión utilizada a menudo por el Sr. Herbert Spencer de la supervivencia del más apto es más exacta, y es a veces igualmente conveniente.
Éste sería entonces el corolario de la evolución: el punto culminante, la cúspide en la pirámide evolutiva es esta especie perfecta que al parecer puede destruir todo y a todos, si quiere, porque es la más fuerte; aunque eso también signifique acabar con lo que le rodea y, finalmente, consigo mismo. Y es lo que hemos estado haciendo, exactamente, a lo largo de estos últimos años, o siglos. Nos hemos orientado gracias a esa idea y hemos tratado de demostrarla en todas y cada una de nuestras acciones.
La exacerbación de esta tesis, elevada a la enésima potencia, fue uno de los postulados de partida del nazismo. Y entonces los nazis, bajo la convicción de su superioridad, decidieron eliminar a todos los que creían inferiores: judíos, negros, homosexuales. Quizás se me diga que esto no fue exactamente lo que quiso expresar Darwin o que él no es el culpable de la mala interpretación (menos aún del nazismo). En cualquier caso, lo que intento discutir es precisamente la manera como se ha interpretado esto en la imaginación popular. Porque hay que ver cómo se repite esta idea a cada rato y cómo se inculca: sólo el más fuerte sobrevive, significa que hay que luchar para sobrevivir. La vida se convierte en eso.
¿Y si nos hemos estado equivocando y no somos competitivos por naturaleza sino que somos colaborativos? El paradigma que se sustenta en parte en la interpretación de las tesis de Darwin y de Spencer quizás permite explicar la supervivencia de ciertas especies; pero otras han logrado permanecer en nuestro planeta sin competir precisamente. El coral podría ser un ejemplo; no sé si las hormigas y las abejas (algunos me dirán que tanto en las colmenas como en los hormigueros hay una reina y que los miembros de una colonia compiten con otra). Las bacterias quizás sean mejor ejemplo. Cito nuevamente a Capra:
Miríadas de bacterias que habitan en el suelo, las rocas y los océanos, así como en el interior de todas las plantas, animales y seres humanos, regulan continuamente la vida sobre la Tierra… las bacterias han desarrollado un segundo camino para la creatividad evolutiva que resulta infinitamente más efectivo que la mutación aleatoria. Se pasan unas a otras libremente rasgos hereditarios en una red global de intercambio de poder y eficiencia increíbles… En los últimos cincuenta años, aproximadamente, los científicos han observado que [las bacterias] transfieren rápida y rutinariamente distintos bits de material genético a otros individuos. Como resultado de esta habilidad, todas las bacterias del mundo tienen acceso a un único banco de genes y por ende, a los mecanismos de adaptación de todo el reino bacteriano.
Por ello las bacterias son las que dominan este planeta, no el hombre. Están en todas partes: en el suelo, en el aire; alrededor de, sobre y dentro de nosotros. Estaban aquí antes y seguirán estando después que nos hayamos ido. Son un modelo de eficiencia biológica; parecen ser más inteligentes y no compiten siquiera: se ayudan unas a las otras; se pasan el dato, como decimos en criollo.
Pero nosotros no somos así, pensarán algunos; no somos bacterias ni líquenes ni hormigas. Creemos que somos el espermatozoide más rápido. Eso es lo que siempre nos dicen. Lo cierto es que muchos espermatozoides llegan al mismo tiempo al óvulo; el que logra entrar no es el más rápido (quizás sólo sea el más cabeza dura y por eso somos así). Pero también es probable que un espermatozoide logre penetrar la pared del óvulo gracias a que otro estuvo allí, taladrando. Entonces uno ayudó al otro. En fin, los espermatozoides no se molestan por eso. Lo que importa es la continuidad de la especie, dirían, si les diera por pensar.
Después de nueve meses de gestación y unos cuantos años de educación logramos olvidar todo eso y ser capaces de pasarle por encima al que quiere atravesar la calle primero que yo. Y ese es sólo uno de los tantos ejemplos que uno ve a diario de la aplicación práctica de la idea de que el más fuerte sobrevive. En cualquier caso, superiores o no, seamos por naturaleza competitivos o no, sea que nos hayamos adaptado mejor al cambio que otros, no significa que tengamos que eliminar todo lo que nos estorba o nos parece inferior. Cualquier intento de demostrarme lo contrario, me parecerá sospechosamente nazi.
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