Siento que me ahogo. Estoy en el autobús, sentada como por milagro en la primera fila tras el conductor. Él no se percata de mi presencia, ni sabe que soy la hija de la señora que acaba de bajarse y a quien ofendió por reclamar un derecho. Cree que me fui con ella, y en realidad, sólo se entera de que los puestos están llenos y el bus, abarrotado.
Durante el viaje lo oigo criticar a otros, envidiarles y conversar amenamente sobre trivialidades con el colector. Veo su grueso abdomen doblarse a los costados; los cauchos brincan al pasar por los baches. Los del autobús, también. Habla de la gran comida que tuvo el día anterior. Yo agradezco mi arepa de maíz pilao’ con tres cucharaditas de queso.
Mi mamá trabaja muchísimo; el conductor jura que “esa coño e’ madre tiene plata”, porque ella tiene un negocio y él no. Ella trabaja 12 horas diarias, sufre de insomnio, se despierta de sopetón cada noche y repasa todas las facturas que debe pagar en la semana. Llena un montón hojas que tapizan el espejo de la peinadora con las cuentas que lleva; también, con oraciones a Dios, confiando en su providencia Divina. Ha adelgazado más de 20 kilos en unos pocos meses, ahora le queda la ropa de mi talla. Mi mamá es quien se encarga de todos los gastos de la casa; también se ocupa de ayudar a mi hermano con mis sobrinas, porque la situación está difícil y él solo no puede. La universidad la logré gracias a ella. Pero el conductor asume que ella “tiene plata” y él no, porque ella tiene un negocio y él conduce un autobús. Aun así, yo estoy de pasajera en el transporte que él conduce, porque no tengo la plata que él cree, y refunfuño porque no quiso aceptar mi pasaje estudiantil. Me molesta, porque es mi derecho y porque no puedo malgastar el dinero; con lo que tuve que darle a él, podría haber pagado uno de los buses de regreso. Él no lo sabe pero se equivoca; no tenemos más de lo que se puede conseguir trabajando de sol a sol, día tras día, con la inflación a cuestas, la misma que le hace pobre a él, nos empobrece a nosotros.
En mi cara, una inmaculada seriedad esconde lo increíblemente molesta que estoy por su comentario sobre mi madre. Me desespero, quiero bajar del bus, pero aún falta camino. Pienso en lo temprano que debo salir cada día para conseguir transporte; hoy debo tomar tres autobuses hasta mi destino. Sigo allí, tras la espalda del conductor, visible más allá de los límites del asiento que no abarca su inmensidad. A mi lado, un bolso golpea la cabeza de una joven sentada. No cabemos más, pero se siguen montando. Estoy sofocada y no soy la única; al menos son las ocho de la mañana y no las cinco de la tarde.
Recuerdo su comentario sobre mi mamá. “Esa coño e’ madre…” Colapso. Trato de controlarme y siento muchas ganas de cantarle algunas palabras de no muy buena educación cuando por fin me baje del autobús, pero yo soy prudente. No se puede confiar en nadie; aquí si alguien no es “pran”, lo conoce. Inspiro hondo y en ese instante, en medio de mi ira, algo hace clic en mi cabeza.
Quiero bajarme de allí, cansada del apretujón de tanta gente que en su individualismo solo piensan en sí mismos, en cómo hacer para mantenerse allí de pie en el autobús. Algunos son llevados contracorriente; no quieren herir a nadie pero no pueden hacer más que empujarse porque los empujan. La mayoría, se atropella de manera obligada, porque no importa el otro, importa solo la propia necesidad. No soporto al conductor, que no ve más allá de su nariz, a pesar de que su trabajo es justamente ser capaz de ver el camino desde distintos ángulos y llevarnos sanos y salvos a nuestro destino; y si es posible, en paz. El colector no atiende a normas y se impone corruptamente a los derechos de sus pasajeros y un fiscal que poco o nada hace por hacer cumplir el trabajo como se debe, finge escuchar las quejas pero poco o nada le importa, mientras consiga su parte del día.
Quiero bajarme de allí, pero entonces, en donde estoy como pasajera, contemplando el panorama a mi alrededor, ajeno a mí y a la vez tan propio, tan personal, me doy cuenta. No es del autobús de donde quiero bajarme, sino de Venezuela. Quiero escapar de este país.
El momento pasó. Sigo sentada detrás del conductor. Ahogada, sofocada y desesperada por llegar a mi destino. El remanente de la idea que pasó hacía un segundo atrás, se mantiene en mi mente, difusa como una nebulosa e intangible como un fantasma. Nunca antes había tenido aquél pensamiento con tantas fuerzas, y no me lo esperaba en un momento así, tan cotidiano. Parpadeo, tratando de volver a conectarme con lo que sucede a mi alrededor. Al frente, el chofer continúa hablando de la comida que ha podido disfrutar últimamente. Inspiro hondo. Agradezco mi arepa de maíz pilao’ con tres cucharaditas de queso.
Ruth, creo que eres de las pocas personas que ha logrado verdaderamente captar el sentir de casi todos nosotros. Yo también me quiero bajar del autobús. Orgullosa de tu trabajo. Gracias