En las culturas occidentales y orientales la visión que tenemos de la vejez no es la misma; sobre todo en las del llamado lejano oriente se aprecia la edad como signo inequívoco de sabiduría; y si acaso no siempre se le presenta como algo deseable, por lo menos no es algo que se teme enfrentar. Por el contrario, en la cultura a la que pertenecemos (me refiero no sólo al aquí sino también al ahora) la vejez es algo de lo que se huye, como si fuera peor que la muerte. Quizás no sea demasiado distinto: tememos envejecer porque cada año que pasa nos acerca a la tumba. Envejecer nos recuerda que somos mortales y que un día ya no estaremos.
Por estas latitudes nadie quiere envejecer. Peor aún, nadie quiere que se note que está envejeciendo. El piropo favorito de las señoras entradas en años es “pareces más joven” (el hecho de que les guste escucharlo es lo que revela precisamente su edad). Y para los hombres también esto es un halago: basta ver a un señor de esos que hacen la cola de la tercera edad cuando alguna jovencita les pregunta por sus años; se esponjan, se yerguen, meten barriga, sacan pecho, se aclaran la garganta y dicen ufanos que todavía pueden (vaya usted a saber qué).
Actualmente las personas hacen de todo, en verdad, para parecer más jóvenes (pero un asunto es parecerlo y otro serlo): gimnasios, liposucciones, botox, entre otras cosas, cada una más dolorosa o más costosa que la otra. Una parte importante del presupuesto personal se dedica a gastos relacionados con disimular el paso del tiempo (desde el tinte hasta la cirugía). Y parte una importante de la actividad económica también se alimenta de este temor antes mencionado. Cuando abro las revistas que vienen los periódicos los domingos esto es lo que veo: anuncios y más anuncios de empresas y personas que ofrecen el elixir de la eterna juventud.
Rehuir de la vejez no es exclusivo de nuestra sociedad y de nuestro tiempo: en las grandes gestas épicas de la antigüedad más de un personaje aparece despotricando de los hombres que encuentran la muerte ya viejos, en sus camas, en lugar de haber muerto jóvenes en la gloria del combate. Claro que la connotación es distinta, pero de igual modo se alababa poco a la vejez. Envejecer era algo poco deseable; había que morir en la flor de la vida y así permanecer para siempre joven en la memoria de quienes los conocieron.
Los rebeldes son siempre jóvenes. No pueden morir viejos porque perderían algo de su prestigio, basado precisamente en la negación de los valores de la tradición: no pueden llegar a la edad de las personas a las que siempre se opusieron. Sabemos de los músicos que se han unido al club de los 27 y que nunca envejecen: Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Kurt Cobain, Amy Winehouse. Hay actores, eternos jóvenes rebeldes, como James Dean. Pero también los escritores tienen su club, más o menos de 40 a 42 años: Ramos Sucre, Kafka, Martí, Mishima, Allan Poe, Roberto Arlt, Wichy el rojo.
Pero el caso es que no todos queremos ser como ellos: inmortales pero muertos. Queremos llegar a vivir muchos años pero no parecerlo. Mente sana en cuerpo sano, decían los griegos. No queremos llegar a una etapa de nuestra vida en la que no estaremos sanos de lo uno ni de lo otro. Cualquiera me diría que hay personas mayores que se conservaron muy bien, bastante lúcidos a pesar de la edad; mencionarían a Uslar Pietri, a Borges. Ellos son más bien excepciones, en la parte intelectual; también hay excepciones en la parte física, pero lo más común es ir declinando conforme pasan los años.
Según Oscar Wilde la vejez es el precio que pagamos por adquirir experiencia. Aunque éste no es exactamente un alegato a favor del envejecimiento, ya que la edad se presenta como un precio: la vejez no es deseable, la experiencia quizás sí. A menudo nos dicen que la ventaja de esto es que podemos aprender de la experiencia; pero el conocimiento que proporciona la experiencia es prácticamente inútil, ya que no hay dos hechos iguales, ni en este mundo ni en nuestra vida. ¿Qué hace el viejo con todo lo que aprendió, por ejemplo, sobre las mujeres? Ni lo usa ni puede usarlo.
Gina Lollobrigida decía, por su parte, que nunca somos ni lo suficientemente ricos ni lo suficientemente hermosos ni lo suficientemente jóvenes. La belleza y la juventud, que parecen ir de la mano, han sido siempre el supremo bien al que aspiramos. En literatura fantástica abundan los ejemplos: quien encuentra una lámpara, un anillo, una varita mágica, un hada o un duende por lo general pide básicamente cuatro cosas: riqueza, belleza, juventud eterna, felicidad, en este mismo orden (y si son tres los deseos, lo último se obvia, porque ya al parecer estaría implícito en los otros tres). No en balde Rubén Darío consideró a la juventud como un divino tesoro, lamentándose al mismo tiempo por su pérdida.
Hay quien exclama, tras una competencia deportiva, que lo importante es competir; pero eso nunca lo dice el ganador. Hay quien glorifica la vejez porque, obviamente, no tiene juventud. Por su parte hay jóvenes que se quejan de que los viejos pretenden estar siempre en donde estuvieron y piensan que eso es contradecir las leyes de la naturaleza, negar la dinámica de la vida, que siempre tiende al cambio. Cuando los elefantes viejos lo saben y lo sienten, se retiran a bien morir para no incomodar a la manada, dándoles paso a los jóvenes, eso dicen.
Yo estoy en el punto medio de mi vida: tengo tanto de juventud como de vejez, hay experiencia pero aún no pierdo el ímpetu. Por ahora no tengo partido por ninguno de los dos bandos: el de los jóvenes y el de los viejos. Pienso que yo también, cuando sea viejo me retiraré a un lugar apartado y esperaré con resignación llegada sea mi hora postrera, como los elefantes. Eso haré, si es que para ese tiempo sigo pensando lo mismo de la vejez y la juventud.
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