Primer round
Una noche de verano cualquiera, regresaba de una actividad que hubo en el Centro Cultural “Eladio Alemán Sucre”. Como no quería pagar un taxi, viviendo yo en ese entonces en la avenida Urdaneta, opté por recurrir al popular Popeye. Serían ya las 10:30 pm cuando me bajé en la esquina de lo que para entonces era el Sorrento. Crucé la avenida Bolívar al tiempo que una sombra apareció desde la otra esquina; llevaba una dirección que evidenciaba el deseo de cortarme el paso. A media calle, prácticamente, el sujeto me interceptó: era algo pequeño, de una edad indefinible, un bigote ralo y escaso, camisa muy arrugada. Me dio la mano, me saludó al tiempo que me preguntó:
- Buenas noches, compañero, ¿usted cree en Dios?
La pregunta y el tono, en combinación con la hora, me dejaron sin saber qué responder por unos instantes, mientras el sujeto aún sostenía mi sudorosa mano. “Claro”, fue lo único que puede decir. El hombre me soltó por fin y añadió:
- Nosotros somos cuatro carajos malandros que andamos buscando a un tipo pa´ matalo.
Al tiempo que decía eso veía por sobre mi hombro. Volteé. A cincuenta metros había un carro; a pesar de la oscuridad se notaba que no era un modelo nuevo, aunque las luces internas encendidas dejaban ver que había tres cabezas. Más el que tenía al frente: cuatro. Lo miré interrogativamente.
- No quiero tu cartera ni tu reloj ni tu teléfono. Nada más necesito veinte bolívares para gasolina. No te voy a enseñar el revólver para que no te asustes.
Si me hubiera dicho que venía de matar al Papa, o a su madre (la del Papa o la de él), le habría creído. Abrí mi billetera y le di lo único que me quedaba: un billete de 50 que no quise malgastar en un taxi (a la larga todo lo terminamos gastando). El hombre me volvió a dar la mano y echó a andar, no sin antes aconsejarme: “siga teniendo fe en Dios”.
Siempre me han dicho que ese tipo sólo me engañó. Quién sabe. Quizás sólo quería probar cuánto cuesta la fe. Cincuenta bolívares y un susto.
Segundo round
Esto fue en una tarde. Ya casi oscurecía. Para cortar camino se me ocurrió meterme por una calleja que sube desde lo que alguna vez fue la Mueblería La Liberal. Cuando iba a mitad de cuadra se escuchó el ruido de una moto que llegaba a la esquina. Con el tiempo uno aprende a distinguir cuando andan dos sujetos en una moto, por el esfuerzo que hace el motor. Volteé en dirección a la esquina: eran dos sujetos. Ya casi iban a pasar de largo cuando me vieron y se regresaron. Se detuvieron a mi lado. Uno de ellos (el que iba en la parte de atrás), asomó apenas una automática, reluciente. Pero el de adelante fue el que habló: “dame el Blackberry”. (Era lo de moda para la época, pero yo sólo tenía una ZTE.) El hombre ve el teléfono que le entrego y me pregunta si no tengo algo más. Me avergonzó tener que admitirlo: no, es el único que tengo. En ese momento el de atrás habló, mirándome:
- ¿Tú no eres el hermano de Cristian?
El de adelante también me miró. Un largo silencio se prolongó. Yo dudaba que decir. Si Cristian era un amigo de ellos, yo estaba salvado diciendo que sí era el hermano. Pero si Cristian era un enemigo, adiós luz que te apagaste. Ambos me miraban, esperando. Yo no sabía qué decir. Tantas preguntas en tantos exámenes de la universidad, tantas filosofías, tantos profesores a los que había dejado sin argumentos, y vienen dos malandros motorizados a plantearme la pregunta: no tenía respuesta esa cuestión: ¿quién soy?
En eso pasó un carro. El de atrás escondió el arma. El de adelante se amoscó. Me dijo que me perdiera. Comencé a caminar. Trataron de encender la moto, pero no arrancaba. Inconscientemente volteé. El de adelante me llamó. Me tocaba empujar la moto. Por fin arrancó. Dieron un rodeo, y se regresaron por la misma calle. Cuando me pasaron por el lado escuché que el de atrás decía: “yo creo que sí era el hermano de Cristian”.
Epílogo
Mis encuentros con el hampa han estado investidos de un aura cuasi metafísica: parece que lo único que les interesa a estos delincuentes no son mis bienes ni mi dinero, sino plantearme problemas filosóficos totalmente insolubles, procurándome un estado de zozobra intelectual que aún hoy perdura.
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