Los de arriba y los de abajo son distintos. Eso pensamos. No hablan igual, no comen lo mismo. No viven en el mismo sitio, ni visten de la misma manera. Pero, ¿quién dice que cierta forma de hablar es necesariamente superior a otra? ¿En qué radica la creencia de que la realización de uno u otro fonema nos hace distinguidos, en un sentido elitesco o elitista? Los perros ladran, los gatos maúllan y las gallinas cacarean. Estoy seguro de que no andan pavoneándose de proferir un sonido que los otros no pueden o no hacen.
Los de arriba viven en sitios que llaman exclusivos. Pero normalmente un terreno caro no tiene una composición geológica distinta de otro que vale menos. Es sólo un valor simbólico, anclado en una creencia, basado en algo que otro que no conocemos pensó y convirtió en decreto. Rousseau decía que un día alguien cercó un terreno y dijo “esto es mío”, y encontró gente lo bastante estúpida para creerlo; así nació la propiedad privada. Pero hoy día es peor: alguien dice que este terreno es exclusivo y encuentra gente lo bastante estúpida como para pagar miles de veces su valor real.
La comida es otro de los factores que los de arriba ostentan como signo de superioridad. Comer caviar en un sitio donde se produce abundante caraota no denota inteligencia, sino lo contrario: pagas mucho dinero para comer algo cuando puedes comer otra cosa sin gastar tanto. En Suiza no debe haber mangos ni aguacates; y si los hay deben ser caros. Nosotros nos damos lujos que ellos no y viceversa. Pero no son lujos; simplemente es lo que tenemos aquí y lo que no tienen allá. Los peces no anhelan comer pasto como las vacas. Actúan conforme con su naturaleza y aprovechan lo que les provee su entorno.
Los de arriba inventan todos los días miles de tonterías para tratar de hacer ver que son distintos a los de abajo: saber qué vino va con cuál queso no es algo que denote sabiduría (no son más inteligentes los de arriba que los de abajo, no por saber eso); pero estos últimos caen en el juego: los de abajo creen que tienen que envidiarlos por ello. Ambos están diversamente equivocados. La mayoría de los supuestos valores de las cosas, tal como he querido hacer ver, no están en las cosas sino en lo que pensamos de ellas, o peor aún, en lo que nos han enseñado a pensar de ellas. A fin de cuentas, mucha gente con dinero compra cosas que nunca usa. Mucha gente sin dinero desea cosas que no necesita. Si he vivido hasta hoy sin un objeto, quizás puedo sobrevivir un día más; es lo que me digo.
Pero, ¿qué se puede hacer?, me dirán. Las cosas han sido siempre así. Pues no, no es cierto, no siempre. Las cosas comenzaron a cambiar cuando se inventaron las clases sociales y aparecieron los llamados nobles; así nació la creencia de que hay dos tipos de seres humanos. Antes, vivimos muchos años sin esas distinciones de clase. Es una invención posterior, reciente diría yo. Más reciente que la escritura o el lenguaje, más reciente que la civilización, la agricultura, la rueda o el arado, cosas verdaderamente valiosas, importantes y útiles.
Un día vinieron los que dijeron que eran los dueños de todo, incluso de las cosas que nunca compraron, hicieron, fabricaron o inventaron. El territorio de lo que hoy día se llama España, se formó hace millones de años, antes de que llegaran los seres humanos, antes de los ilirios, ligures, celtas, romanos, árabes y otros tantos que han habitado dicho territorio; antes, sobre todo, de los que se consideran dueños del asunto: la mal llamada familia real (como si los demás fuéramos irreales; irreal en verdad la creencia del que se dice superior sólo por ser hijo de alguien que antes también se lo creyó).
Yo siento un profundo desprecio por todo lo que tiene que ver con esas estupideces de la nobleza y por quien se las cree; ya que no habría reyes ni príncipes si no hubiera quien creyera en ellos. Porque es la gente la que perpetúa esta idea, con su visión Disney de la vida, con sus cuentos de hadas y sus telenovelones en los que las personas acceden a la suma felicidad porque se emparentan con alguien de algunas de esas familias supuestamente nobles, como si por ser como ellos ya venciéramos a la muerte.
Yo espero no tener nunca que ver con esa gente que considera que los demás seres de este planeta nacieron para servirlos. Si me ganara el premio Nobel algún día no asistiría al acto de entrega: diría que no tengo una ropa apropiada para ponerme y que me envíen el cheque por correspondencia. Todo con tal de no tener que estrecharle la mano a un rey. Y conste que no lo hago sólo por responder a un desprecio con otro desprecio. Yo veo más nobleza en un perro callejero que en toda la familia real, ya sea de España o de Inglaterra.
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