Aún en los tiempos de la más oscura pobreza, jamás en nuestra mesa navideña faltó una hallaca, un modesto regalo en nuestro arbolito, ni un sencillo estreno para que cada quien recibiera el año con ropita nueva. Todo a punta de grandes sacrificios de padres muy abnegados y de limitadísimos ingresos económicos.
La tradición ha sido heredada y proseguida en el tiempo. Las generaciones subsiguientes la hemos replicado para que, siempre en modesta medida, nuestros hijos disfruten de unas merecidas festividades navideñas y de fin de año en la más amplia unión familiar.
Pese a las adversidades, todos los años hemos hecho las hallacas y compartido estas no solo con la familia, sino que incluso unas cuantas han sido destinadas cada año a determinadas amistades. Hemos hecho nuestros regalitos e intercambios familiares y comprado a los hijos menores sus estrenos.
Pero desde el año pasado, todo eso se acabó. Por primera vez, en mi casa no hicimos hallacas en 2016 (ni para los amigos, ni para nosotros), no hubo estrenos, menos aún regalos. Y, por supuesto, este año 2017 tampoco los habrá.
Esto, que parece la realidad circunstancial de una familia en particular, es la triste realidad de millones y millones de familias que en la Venezuela de hoy sufren los embates de una feroz guerra económica, declarada y conducida contra el pueblo por el alto mando político instalado en el Palacio de Miraflores.
Guerra económica que no empezó el presidente Nicolás Maduro, es verdad, puesto que su indiscutible autoría corresponde al fallecido presidente Hugo Chávez, pero que él ha profundizado en su empecinamiento de no cambiar de raíz las nefastas políticas económicas que heredó y que han conducido al fenomenal desastre que estamos sufriendo. Tal vez desastre sea un calificativo benevolente, porque lo que la inmensa mayoría de los venezolanos estamos soportando se asemeja a un verdadero infierno económico y social.
Un infierno que tiene a millones de seres humanos pasando el trabajo parejo. Hemos pasado a ser un pueblo que se muere de hambre en los basureros y de mengua en los hospitales, tras la borrachera de quienes desde la opulencia del poder despilfarraron (y algunos se robaron) la descomunal riqueza petrolera que, en mala hora para el país, les tocó administrar.
Muy pocas son las familias que comen tres veces al día y, en caso de hacerlo, se han visto forzadas a reducir la calidad y la cantidad de sus alimentos. Muchísimas son las que comen dos o menos veces al día, lo cual se traduce en una progresiva desnutrición, especialmente en la población infantil.
¿Si la gente no tiene cómo resolver la papa diaria, de dónde carrizo va a sacar los recursos para preparar y comerse una hallaquita en familia durante estas navidades y año nuevo? Ni qué decir de los estrenos y de los regalos, cuyos precios se han disparado a niveles estratosféricos, inalcanzables para el común.
No parece exagerado decir que las de 2017 serán de las más miserables navidades que le haya tocado sufrir a una inmensa porción de los venezolanos de hoy.
En contraste, se destapan ahora gigantescas corruptelas mil veces denunciadas desde la oposición e ignoradas olímpicamente por el gobierno, las cuales han deparado miles de millones de dólares a mafias rojo-rojitas enriquecidas al amparo de complicidades en la cúspide del poder.
¡Qué rostro tan feo el que verdaderamente tiene la revolución bonita!
¿Y aún así hay quienes quieren que el pueblo se abstenga de votar este domingo en las elecciones de alcaldes?
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