Cuando la Unión Europea adoptó sanciones individuales contra varios jerarcas de la neodictadura venezolana, Diosdado Cabello amenazó con que el régimen las respondería con una “sorpresita”. Al día siguiente, la ilegítima Asamblea Nacional Constituyente decidió, a proposición del sancionado Cabello, que las elecciones presidenciales pautadas para fin de año sean adelantadas para este primer cuatrimestre en curso.
La tal “sorpresita” no sorprendió a nadie. Todo el mundo sabía que el gobierno tramaba jugarse esa carta.
Por supuesto que, aún sin ser una sorpresa, la convocatoria a elecciones en tan breve plazo consigue a la oposición en situación de clara desventaja, aunque a decir verdad en todos estos años las fuerzas democráticas no han estado jamás en ventaja frente al gobierno. El ventajismo apabullante del aparato del estado y el grotesco uso de los recursos públicos, amén de la inocultable parcialización del árbitro electoral, han estado siempre a la orden del día y ha colocado a los candidatos oficialistas en mejores condiciones para competir que los de la alternativa democrática.
Pero digamos que en esta coyuntura la situación de la oposición luce supremamente desventajosa: una notoria división política, afectiva y orgánica entre su dirigencia, varias brújulas estratégicas apuntando en direcciones opuestas, dañina campaña antipartidos y anti Unidad en la que coinciden laboratorios del régimen y sectores ultrarradicales, cuestionamientos a la vía electoral, agotamiento y desesperanza en las bases opositoras y la ciudadanía producto de sucesivos errores e incoherencias del liderazgo, creciente emigración de millones de compatriotas mayoritariamente contrarios al régimen, encarcelamiento e inhabilitación de numerosos dirigentes, ilegalización de la tarjeta de la MUD, son entre otros los datos que hoy dibujan el complejo panorama de las fuerzas del cambio democrático en Venezuela.
Es precisamente en esas debilidades y amenazas que agobian a la oposición que se basa el adelantamiento de las elecciones y los sueños reeleccionistas del presidente Nicolás Maduro y su combo.
Guardando las distancias, este momento político nacional tiene algo en común con las elecciones presidenciales ocurridas tras la muerte del presidente Hugo Chávez el 5 de marzo de 2013. El ambiente previo era absolutamente adverso y desolador para la alternativa democrática, que venía de dos sonoras derrotas electorales, una en octubre de 2012, cuando Chávez fue reelegido con holgadísima mayoría frente al opositor Henrique Capriles, y otra en diciembre del mismo año, en la que el chavismo obtuvo 20 de las 23 gobernaciones de estado. Sumado a ello, el oficialismo se mostraba altamente motivado y envalentonado en el propósito de homenajear a su líder muerto con una rotunda victoria en las elecciones convocadas para el 14 de abril, poco más de un mes después del fallecimiento del llamado “comandante eterno”. El candidato oficialista sería el entonces vicepresidente Maduro, quien había sido ungido por Chávez como su heredero político.
Nadie en la oposición quería ser candidato para esas elecciones. El tiempo para tomar la decisión era muy corto, los lapsos de la campaña sumamente breves y atropellados, escasos los recursos y la población opositora exhausta y desanimada. Asumir la candidatura presagiaba una segura derrota.
Aún así, ocurrió lo que ocurrió: Capriles aceptó ser nuevamente el abanderado y, contra todos los pronósticos, la oposición se sacudió el desánimo y estuvo a puntico de ganarle las elecciones a Maduro. Si bien Chávez, con 8 millones y pico de votos le había sacado a Capriles una ventaja de casi dos millones, ahora este se empinaba en 7 millones 363 mil 980 votos y perdía por apenas 141 mil ante un Maduro que sumó 7 millones 505 mil 338 sufragios.
Si en aquel momento Maduro navegaba con viento a favor por la abundancia de petrodólares, la onda expansiva de las victorias electorales precedentes y el influjo motivador desatado por la muerte de Chávez, la realidad de hoy es absolutamente diferente.
Destrucción del aparato productivo, escasez de alimentos y medicinas, hiperinflación galopante, hambre y miseria por doquier, hospitales y clínicas en terapia intensiva, corrupción generalizada, desempleo creciente, criminalidad desbordada, violación sistemática de derechos humanos, éxodo masivo de compatriotas… Todo eso asociado a Maduro.
Si los factores democráticos son capaces de poner de lado las diferencias y mezquindades, de hacer causa común en una candidatura presidencial única y unitaria, y de definir un programa de gobierno que convoque a la unidad nacional y a la resolución de la crisis, la “sorpresita” que ha montado el régimen se le puede devolver en una verdadera sorpresota.
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