Siempre he dicho que este es un gobierno sin escrúpulos. No los tuvo Hugo Chávez, tampoco los tiene Nicolás Maduro.
Se trata, sin embargo, de un proceso de creciente descomposición moral. Así como a cualquier ser humano una mentira lo va conduciendo a inventar otra y otra, el régimen ha venido elevando progresivamente el grado de sus perversiones y aberraciones.
Hace apenas unos meses veíamos al ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, quejarse de lo que él mismo llamó “atrocidades” de la Guardia Nacional en la represión de las manifestaciones callejeras que estremecieron el año pasado al país, pero transcurridos unos días tales atrocidades se iban quedando pálidas frente a las que, posteriormente y a los ojos del mismo Padrino López y de todo el mundo, continuaron cometiendo sus muchachones de verde oliva.
Lo mismo ha ocurrido en el caso de los cuerpos policiales, varios de cuyos mandos y efectivos han incurrido en gravísimas violaciones a los derechos humanos. De ello abundan los videos, fotografías y demás testimonios documentales, así como testimonios de las víctimas y sus familiares.
Cuántas páginas no harían falta para poder reseñar los innumerables casos de ejecuciones y torturas de ciudadanos a manos de funcionarios militares y policiales, muchos de ellos encubiertos en presuntas acciones antiterroristas o contra la delincuencia común.
Las periódicas y sangrientas incursiones de la llamada Operación para la Liberación y Protección del Pueblo (OLP) en barriadas populares de todo el país terminó siendo tan o más criminal que los delincuentes a quienes pretendía someter, que al final el propio presidente Maduro tuvo que agregarle una letra hache al nombre para simular un carácter “humanista” que sus operativos jamás tuvieron.
No cabe duda: las violaciones al derecho a la vida y demás derechos humanos se han convertido en práctica sistemática del gobierno, al punto de erigirse en política de estado.
En materia de derechos humanos, cada día que pasa el gobierno hunde más sus pies en el excremento de la inmoralidad.
Así ha quedado en evidencia en la Masacre de El Junquito, en la que fueron abatidos el ex policía Oscar Pérez y varios de sus compañeros alzados en armas. Este repugnante hecho no deja lugar a dudas acerca de la ausencia de escrúpulos y frenos morales en el gobierno. Rendidos como estaban estos hombres y prestos a negociar su entrega, la orden oficial resultó terminante: exterminarlos a como diera lugar. Y así ocurrió. Cientos de funcionarios policiales, militares y paramilitares, les dispararon con todo, incluido armamento especial de desproporcionado y descomunal poder destructivo. Una verdadera carnicería.
Esta masacre se emparenta en repugnancia a los peores crímenes cometidos en su momento por la tristemente célebre Dirección General de Policía (Digepol) y el Servicio de Inteligencia de las Fuerzas Amadas (SIFA). Solo que en esta ocasión se hizo en vivo y directo, a la vista de todo el mundo gracias a la instantaneidad de las redes sociales.
Las pruebas del crimen son tan elocuentes que no hay excusa que valga para justificar semejante barbarie, de la cual no vacilo en afirmar que marca un hito en la historia de la represión en Venezuela.
Difiero en absoluto de los métodos violentos, vengan de donde vengan. No comparto la vía armada escogida por Pérez y sus compañeros para tratar de salir de Maduro y de su gobierno. Tampoco el afán protagónico y mediático que los llevó a dejar tantos rastros hasta convertirlos en blanco fácil del gobierno. Jugar a la guerra o hacerla de verdad-verdad, no puede conducir a otras consecuencias que no sean más muerte, sangre, dolor y destrucción para los venezolanos. Más aún si se sabe que el que hoy padecemos en Venezuela es un régimen decididamente antidemocrático, violador compulsivo de los derechos humanos y carente absoluto de escrúpulos y frenos morales en todos los terrenos.
El fiscal general Tarek William Saab, otrora fogoso defensor de los derechos humanos, está en la obligación de pronunciarse contundentemente contra estas prácticas aberrantes y de adelantar los correspondientes procesos penales contra todas las personas -absolutamente todas- que idearon, ordenaron y ejecutaron la matanza.
No cabe la excusa de que hay jerarcas intocables o de que se cumplían órdenes superiores.
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