En la introducción a su célebre obra titulada “Leviatán”, el pensador Thomas Hobbes afirmaba que la naturaleza, siendo esta “el arte con que Dios ha hecho y gobierna al mundo”, ha sido imitada por el hombre en muchos aspectos, siendo uno de ellos la creación de un hombre artificial más grande y robusto que el natural, por el cual ha sido creado y al cual debe defender.
Este ser artificial llamado “Leviatán” por Hobbes refiriéndose a la república o Estado, es en esencia, un contrato, en el cual las personas que lo suscriben ceden poderes y libertades al artificio para que éste a cambio les garantice sus propiedades y la conservación de sus vidas; de allí que Hobbes sea considerado junto con Rousseau, uno de los más importantes exponentes del pensamiento contractualista.
Uno de los puntos más complicados de la ciencia política Hobbesiana se encuentra en el hecho de que la soberanía radique en el mismo artificio; en ese sentido, Quentin Skinner se planteó la siguiente pregunta: ¿cómo puede una abstracción mandarnos a la cárcel o declarar la guerra?; es en este punto cuando la idea de Estado moderna comienza a tomar forma, pues entendemos que este artificio sólo es capaz de actuar por medio de la representación, es decir, que un Estado es capaz de actuar legítimamente sólo si quienes suscriben el contrato autorizan dicha representación, y sólo entonces, este representante será capaz de tomar decisiones y cumplir la voluntad de los miembros de la república.
Ahora bien, llegados a este punto se hace necesaria una consideración adicional sobre la obra de Hobbes y es la siguiente: Cuando un ciudadano cede poderes y libertades a un Estado, éste lo hace por determinados fines, en este sentido todos los participantes del contrato adquieren con él, una obligación; el representante asume la de cumplir con sus funciones de protección, conservación y cumplimiento de la voluntad general (entendiendo voluntad general como lo que atiende a la totalidad de los pactantes y no como una imposición de los intereses de una mayoría sobre una minoría); y por otra parte, el ciudadano asume la obligación de obedecer al Estado. Luego, estas obligaciones tienen sus bases en el mismo cumplimiento del contrato, y por tanto, sólo estamos obligados a obedecer a un Estado que nos haga sentir protegidos.
La otra cara del razonamiento Hobbesiano es que, si en efecto, las bases de la obediencia residen en el cumplimiento de las funciones públicas por parte del Estado, en ese mismo principio radican las limitaciones de esa obediencia, por lo cual se sigue que un ciudadano no debe obedecer a un representante que no sea capaz de cumplir con sus obligaciones.
Este fenómeno es muy fácil de observar en el mundo cuando nuestros ojos se posan sobre la crisis política venezolana, pues, una vez que Nicolás Maduro asumió la máxima representación del país tras las elecciones realizadas en abril de 2013, la crisis económica, la escasez de productos de primera necesidad, las fallas de transporte público y la persecución a la disidencia desencadenó una serie de protestas que representaron precisamente el primer ejercicio de desobediencia a un Estado fallido de esta generación de venezolanos.
A la luz de esta reflexión, el 2014 representó el inicio de la ruptura progresiva del contrato social que establecía al chavismo como representación política de la sociedad Venezolana, actualmente, tras la juramentación de Juan Guaidó como Presidente Encargado de Venezuela, nos encontramos ante un escenario muy poco habitual, y es una transición de un Leviatán caído que progresivamente se va aislando del mundo, en paralelo con el nacimiento de un nuevo contrato que tendrá que, tarde o temprano, dar cuenta de las necesidades de sus ciudadanos, para que de ese modo, su legitimidad radique verdaderamente en el cumplimiento del deber y no en un “derecho a mandar”, pues me suscribo a Étienne de la Boétie cuando afirma que “siempre es una fatalidad estar sujeto a un dueño, cuya bondad no ofrece más garantía que su capricho”.
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